03 febrero 2007
Las tardes de fin de semana entre peatonales, lucen amarillas y calmas. Los santiaguinos han salido a las calles y han poblado las veredas anchas. Los faroles nuevos, acomodaron los rayos de luz a mi estatura, me acogen. Los varones se han sacado los trajes y las mujeres los tacos altos y la falda tubo. No puedo dejar pasar la oportunidad de decirles que estos habitantes están más relajados. O es mi sensación interna de sosiego que traspolo al exterior...no creo estar equivocada sobre lo que percibo. Realmente es así.
Segunda, o tercera tarde de caminata? de verdad que no lo recuerdo, podría esperar el otoño caminando por este Santiago sin miedo. Sería agradable sentir la brisa casi fría y esquivar las hojas de los árboles o prepararme para recibir algunas gotas de lluvia entre el concreto de los edificios.
Prefiero caminar en compañía si. Pero soy conciente que esta terapia de soledad será más reconstructiva si se mantiene así por un tiempo. Y mientras, sigo buscando en mi camino aquella mirada que me estremece cada célula y encrispa hasta el último de mis pelos...la he encontrado varias veces, pero he decidido dejarla pasar. Esos ojos son profundamente oscuros y brillantemente vivos.
Recorro mi historia mientras espero un semáforo verde y no recuerdo, les puedo asegurar, un día sin miedo: a la mirada inquisidora del adulto, al ladrón de la micro, al de la calle, a ser atropellada por no estar atenta, a la reprobación profesional.
HOY NO TENGO ESE MIEDO.
Créanme que esta ausencia es reconfortante.
Me siento extremadamente libre.
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