Cuando me refiero a amor, pienso en todos sus tipos. Erich Fromm describe cuatro: el fraternal, maternal, erótico y el religioso. De a poco, este blog se va llenando de historias que intentan abarcar a todos.

domingo, 14 de marzo de 2010

31 años en el Valle, sin vergüenza


07 junio de 2007

Hola queridos/as:
aquí me tienen otra vez, es que últimamente quiero compartir lo que pienso y escribo tonteras en este espacito que encontré.
Me comentaba mi mamá anoche durante la cena, que con papá cumplían 31 años de haber llegado a Neuquén.
Hice una retrospección y pensé "cuánto tiempo", "cuánto han logrado", "estoy orgullosa". Pero también, "qué cantidad de inmigrantes chilenos que hay en el Valle".
Claro, la colonia más grande de chilenos en el exterior está aquí. Y seguí pensando.
Entre los compañeros de colegio que tenía, sólo yo era "confesa" hija de chilenos. Claro, me sentía única representante (me río) y un poco sola. Pero con el tiempo después de terminado el colegio, varios/as comentaron muy casualmente, entre tertulias, tener familiares, abuelos y algunos padres chilenos.

Algo similar seguí observando en el entorno, en mis alumnos (terciarios y secundarios) y también en el trabajo. Tienen vergüenza. Evidentemente la sociedad estableció clases de inmigrantes (somos un país producto de inmigraciones recientes) y ser chileno o descendiente pareciera dejarlo a uno en una clase bastante inferior. Es mejor que no se note la procedencia, se esconde un apellido mapuche, un sonsonete, se maquillan términos típicos, no se habla de los familiares ni tampoco del último viaje que se hizo para el otro lado (de la Cordillera). Todo lo contrario que el resto de las colectividades, no?. Bueno, mis queridos, no es raro.

Mis papás hablan con su sonsonete achilenado, no se nacionalizaron argentinos y trabajan como bestias, aún hoy. En definitiva no tienen de qué avergonzarse.

Les dejo un abrazo, y espero como siempre sus visitas.

sábado, 13 de marzo de 2010

Libros

"¿Y este mamá, puedo este?", le preguntó la niñita a su mamá mirándola hacia arriba. La señora hojeó el libro, miró la contratapa y con una mueca risueña, movió la cabeza hacia los dos lados diciendo "no, es para grandes". La niñita se encojió de hombros, volteó su melena negra casi ofuscada, dió media vuelta y dejó el libro en la repisa del supermercado. Siguió buscando con su criterio alguno que pudiera leer.
"Es que me gustan así, grandes", le decía y batía las hojas de la primera a la última. "Ya no quiero libros con dibujos y de poquitas hojas, mamá". Serenamente buscó otro libro en la estantería mientras su mamá, al igual que yo, esperaba su turno en la carnicería del supermercado.
No sé cómo fue que empecé a leer, la verdad, porque los libros que habían en casa distaban mucho de ser para niños. Había todo tipo de temática, desde la Metamorfosis de Kafka hasta Mecánica Popular, una enciclopedia que coleccionaba mi padre. Ah, ahora que recuerdo me gustó mucho una colección "Juvenil de Reader's Digest" que mi madre conservaba de su juventud. Eran unos libros gordos, forrados de una tela texturada y con letras doradas en el lomo. Así que leí Mujercitas, Tom Sawyer, El Capitán Escarlata, El Llamado de la Selva y seguro que algunos más que no recuerdo. Siempre bajo la tutela de "lo que podía". Y parece que fué así que empecé a leer, de todo.
Pero nunca voy a olvidar esta anécdota que aún hoy me hace sonrrojar, un traspié de la vigilancia ultra-cerrada de mis padres hacia mi hermano y yo.
No sé por qué a mi padre le había dado un ataque de adquirir cosas usadas ("cachureos"), así que andaba buscando libros de segunda o tercera mano. Una mañana de sábado fuimos a una librería de usados, una de tantas que hubo en Neuquén y no sobrevivió más de un verano. Miramos como media hora los libros ajados desordenados sobre unas mesas improvisadas. Bueno, algo característico que tiene mi padre es que cuando le da el "apuro" todos tenemos que partir detrás de él, así que le dió su apuro y yo agarré el primer libro que encontré y que me gustó porque tenía una tapa con dibujos a colores de personas. Fuimos a la caja. El había elegido unas Selecciones de Reader´s digest del año de la cocoa y algunos libros de ajedrez. "Yo llevo este papá, le dije". El agarró mi libro y junto con los de él, pagó todo y nos fuimos rapidito.
A la tarde empecé a leer mi libro tirada en la cama boca arriba, alternando con la cabeza colgando y el libro en el suelo, de costado, en todas posiciones, porque lo empecé y no salí de ahí hasta que lo terminé. Era la historia de un hombre que trabajaba en una empresa fúnebre, tenía toques eróticos descriptos de una forma muy real. El protagonista era el encargado de maquillar y peinar a los muertos durante la preparación para el velatorio. Con algunos muertos, incluso, tenía relaciones sexuales. Describía muy vivamente sus encuentros sexuales con una compañera de trabajo.
Bueno, no entendí hasta muchos años después casi todos los pasajes de ese libro, claro ¿cómo iba a entender con mi cabecita de 9 años? Lo más cómico de todo fue que mi padre nunca se enteró del libro que me compró esa mañana. Parece que aún hoy no sabe que ese "libro cochino" está colado en su desordenada biblioteca.
Así que no pude sino empatizar con la señora de la carnicería porque me pareció muy acertado vigilar el contenido de los libros de su pequeña. En la niña, descubrí esa chispa exquisita de voracidad intelectual de algunos chicos pero a la vez la desilusión de reconocer que a los 8 años uno no "debe" saber todo.

El heroísmo de las mujeres indígenas (por Carmen Hernandez)

Les dejo esta nota, espero que la disfruten
http://ukhamawa.blogspot.com/2009/10/heroismo-de-las-mujeres-indigenas.html

viernes, 5 de marzo de 2010

Pijama party

Se reunieron a eso de las 21:00, cuando aún quedaban unos pocos rayos de sol tiñendo el polvoriento poniente de naranja. Cada una llevó algo para comer: una pizza, tapaditos de pollo, sopaipillas. En realidad, lo que pudieron cocinar con lo que “pillaron” en la casa ya que los víveres eran cada vez más escasos. La consigna era llevar velas y el pijama. La dueña de casa las esperaba en el portón con una sonrisa cómplice, de chancletas y bata de levantarse.
Para tomar se sirvieron algunas té, otras café y algunas un poco de pisco que había en la casa de la anfitriona. Se pusieron al día de los acontecimientos de los días anteriores. Ana, la dueña de casa, tenía por momentos ataques de risa nerviosa, quería olvidar por un rato. Contó historias de su juventud. De la vez que un alemán muy buen mozo se enamoró perdidamente de ella y del amor epistolar que vivió con su marido cuando aún eran novios y él debió ir a buscar la vida al norte. Pasaron las horas y las amigas disfrutaron la velada. Se confesaron ante una audiencia tranquila, empática y madura, compuesta por cuatro mujeres.
Cuando la tierra comenzó a remecerse todas recordaron por qué se habían reunido y esperaron unos segundos que en sus mentes fueron minutos interminables. No se miraron, se miraron por dentro. Tampoco sintieron pánico. La dueña de casa ni siquiera se preocupó por los objetos que podrían caer al suelo. El terremoto se había encargado de no dejar uno solo útil.