"¿Y este mamá, puedo este?", le preguntó la niñita a su mamá mirándola hacia arriba. La señora hojeó el libro, miró la contratapa y con una mueca risueña, movió la cabeza hacia los dos lados diciendo "no, es para grandes". La niñita se encojió de hombros, volteó su melena negra casi ofuscada, dió media vuelta y dejó el libro en la repisa del supermercado. Siguió buscando con su criterio alguno que pudiera leer.
"Es que me gustan así, grandes", le decía y batía las hojas de la primera a la última. "Ya no quiero libros con dibujos y de poquitas hojas, mamá". Serenamente buscó otro libro en la estantería mientras su mamá, al igual que yo, esperaba su turno en la carnicería del supermercado.
No sé cómo fue que empecé a leer, la verdad, porque los libros que habían en casa distaban mucho de ser para niños. Había todo tipo de temática, desde la Metamorfosis de Kafka hasta Mecánica Popular, una enciclopedia que coleccionaba mi padre. Ah, ahora que recuerdo me gustó mucho una colección "Juvenil de Reader's Digest" que mi madre conservaba de su juventud. Eran unos libros gordos, forrados de una tela texturada y con letras doradas en el lomo. Así que leí Mujercitas, Tom Sawyer, El Capitán Escarlata, El Llamado de la Selva y seguro que algunos más que no recuerdo. Siempre bajo la tutela de "lo que podía". Y parece que fué así que empecé a leer, de todo.
Pero nunca voy a olvidar esta anécdota que aún hoy me hace sonrrojar, un traspié de la vigilancia ultra-cerrada de mis padres hacia mi hermano y yo.
No sé por qué a mi padre le había dado un ataque de adquirir cosas usadas ("cachureos"), así que andaba buscando libros de segunda o tercera mano. Una mañana de sábado fuimos a una librería de usados, una de tantas que hubo en Neuquén y no sobrevivió más de un verano. Miramos como media hora los libros ajados desordenados sobre unas mesas improvisadas. Bueno, algo característico que tiene mi padre es que cuando le da el "apuro" todos tenemos que partir detrás de él, así que le dió su apuro y yo agarré el primer libro que encontré y que me gustó porque tenía una tapa con dibujos a colores de personas. Fuimos a la caja. El había elegido unas Selecciones de Reader´s digest del año de la cocoa y algunos libros de ajedrez. "Yo llevo este papá, le dije". El agarró mi libro y junto con los de él, pagó todo y nos fuimos rapidito.
A la tarde empecé a leer mi libro tirada en la cama boca arriba, alternando con la cabeza colgando y el libro en el suelo, de costado, en todas posiciones, porque lo empecé y no salí de ahí hasta que lo terminé. Era la historia de un hombre que trabajaba en una empresa fúnebre, tenía toques eróticos descriptos de una forma muy real. El protagonista era el encargado de maquillar y peinar a los muertos durante la preparación para el velatorio. Con algunos muertos, incluso, tenía relaciones sexuales. Describía muy vivamente sus encuentros sexuales con una compañera de trabajo.
Bueno, no entendí hasta muchos años después casi todos los pasajes de ese libro, claro ¿cómo iba a entender con mi cabecita de 9 años? Lo más cómico de todo fue que mi padre nunca se enteró del libro que me compró esa mañana. Parece que aún hoy no sabe que ese "libro cochino" está colado en su desordenada biblioteca.
Así que no pude sino empatizar con la señora de la carnicería porque me pareció muy acertado vigilar el contenido de los libros de su pequeña. En la niña, descubrí esa chispa exquisita de voracidad intelectual de algunos chicos pero a la vez la desilusión de reconocer que a los 8 años uno no "debe" saber todo.
que lindo lo que contás... Y cierto... a los 8 uno no debe saber todod y creo que a los 50 tampoco lo sabrá. Besos.-
ResponderEliminarEl primer libro que leí fue El Principito y debo haber tenido 6 o 7 años... Recuerdo que una de mis tías me explicó el final.
ResponderEliminarPor alguna razón, algunos hemos nacido con esa voracidad "filosófica", que sale a la luz en la niñez y no se sacia con los años. Gracias por compartir tus recuerdos...