Cuando él me ofreció las artesanías que vendía lo que me mostraba me parecieron las cosas más delicadas y hermosas que había visto jamás. La impresión que me daba aquél joven me transmitía tranquilidad, me hablaba con voz pausada y baja, por lo que tuve que acercarme a él para entablar una conversación.
Creo que ya han pasado 4 años de esa tarde. En medio del gentío y el ruido de los autos me comentó que no era de aquí, que estaba de paso, se llamaba Pablo. Esa noche no tendría donde quedarse. Estuve como una hora hablando con el artesano, un tema llevó a otro. Le pregunté que donde compraba los materiales, que por qué ciudades había pasado antes. Hacía frío, yo iba a caminar al río.
Al día siguiente volví a la misma hora solo para verlo nuevamente. El ya me divisó a una cuadra de distancia. Me sonreía gritando “eh! Amiga!”. Repetimos la charla del día anterior pero fuimos un poco más lejos, dejamos entender que nos gustábamos.
Lo mismo al día siguiente, pero esa vez le pregunté qué había comido, y la respuesta me revolvió el estómago. Solo había tomado mate con otros artesanos, las ventas estaban muy bajas esa semana. Nos despedimos afectuosamente, rozándonos los brazos. Seguí la caminata.
Esa misma tarde, había decidido que lo invitaría a quedarse en mi casa, quería sentirlo cerca, alimentarlo, pasar el tiempo con él. Con esa idea salí con rumbo al lugar donde él ubicaba su puesto.
A unas cuadras de llegar al lugar, cambié el recorrido. Una fuerza que no puedo explicar de dónde salió impidió que llegara a él esa tarde. Estoy segura que me esperó y durante varias tardes más. Cada vez que paso por esa vereda, recuerdo el comienzo y el desenlace de ese amor platónico que se diluyó en el tiempo.
Además de recordar la situación, a veces pienso qué podría haber pasado de cumplir mis deseos aquella tarde. Y temo, algunas determinaciones que puedo tomar fácilmente.
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