Tendría 14 o 15 años. Quisiera recordar bien. Pero no puedo, la línea del tiempo del pasado se me desdibujó hace tiempo. Lo feo, lo desagradable lo quise borronear con el codo a medida que iba escribiéndolo. Osea, yo misma lo borroneé. Lo digo sin vueltas, tengo lagunas mentales.
Era una época en la que de a poco iba descubriendo quién era y qué me gustaba hacer además de estudiar y escuchar música. Y lo que me gustaba era hacer gimnasia. Cansarme para olvidarme (de todos los problemas de mi familia) y mantenerme en un peso normal.
Ya en primer año de la secundaria conseguí que mis padres me permitieran ir 3 veces a la semana a tomar clases de gimnasia aeróbica. Las clases eran a unas 6 cuadras del negocio de mi familia donde transcurría todas las tardes después de la escuela. Así pasé toda la secundaria yendo a esa actividad.
Sentí una libertad nunca antes experimentada, esos 80 min tres veces a la semana eran solo míos, “NADIE” podía controlarme o verme.
Bajé de peso, gracias a los 90 mis músculos hoy responden fácilmente a la ejercitación. Pero lo más importante es que obtuve MI espacio.
En la misma cuadra donde estaba la zapatería de mi familia había un taller mecánico, el taller familiar de los Blasco. Lleno de varones, cada vez que pasaba por ahí enfrente recibía piropos, silbidos, que en esa época me repugnaban porque no entendía con mi cabecita de 15 años y la educación castradora de mis padres muy bien qué significaban. Yo conocía lo que decían de Sebastián Blasco, él tenía 18. Un bonito moreno corpulento y de ojos verdes. NUNCA crucé con él una palabra. El actuaba indiferente.
Esa tarde, en un pequeño recreo que tuvimos en la clase fui al baño. Cuando volví, tapándome el paso en un estrecho pasillo estaba Sebastián esperándome, con una sonrisa en la cara, y un brazo y una pierna apoyados en la pared contraria.
No entendí nada, ni entendí qué hacía ahí...me dijo, “perdoname pero no tenía dónde decirte esto, ME GUSTáS”.
Sentí náuseas, ganas de salir corriendo, de pegarle una cachetada. No hice nada de eso, solo dije: “está bien, pero no me sigas que me asusta”. El corazón me latía fuerte, muy fuerte. Volví a la clase y traté de concentrarme en los ejercicios, con dificultad. Caminé a la zapatería asustada, pensando que llevaba una mancha en el cuerpo que decía “alguien gusta de mí". Siendo justa, este sentimiento no tenía nada que ver con lo realmente había pasado (en un futuro tal vez me refiera nuevamente a esta cuestión).
Dio media vuelta y se fue, yo lo ví atravesando ese largo pasillo y salir del lugar. Trancurridos los días pude darme cuenta que ese chico había estado observándome, que había esperado el momento que yo pasara enfrente al taller para seguirme hasta el gimnasio.
Pasó el tiempo, yo me olvidé de esa situación, el taller mecánico cerró a los dos años y Sebatián se fue del barrio.
Aún recuerdo ese momento como algo violento dentro mío, una reacción rara, no con enojo sino con MIEDO.
Decidí no acercarme a nadie en la vida como él se acercó a mi y que no soportaría que NUNCA otra persona (hombre o mujer, no importa) volviese a quitarme la privacidad como él lo había hecho, de forma violenta, casi DESDE el ANONIMATO.
Era una época en la que de a poco iba descubriendo quién era y qué me gustaba hacer además de estudiar y escuchar música. Y lo que me gustaba era hacer gimnasia. Cansarme para olvidarme (de todos los problemas de mi familia) y mantenerme en un peso normal.
Ya en primer año de la secundaria conseguí que mis padres me permitieran ir 3 veces a la semana a tomar clases de gimnasia aeróbica. Las clases eran a unas 6 cuadras del negocio de mi familia donde transcurría todas las tardes después de la escuela. Así pasé toda la secundaria yendo a esa actividad.
Sentí una libertad nunca antes experimentada, esos 80 min tres veces a la semana eran solo míos, “NADIE” podía controlarme o verme.
Bajé de peso, gracias a los 90 mis músculos hoy responden fácilmente a la ejercitación. Pero lo más importante es que obtuve MI espacio.
En la misma cuadra donde estaba la zapatería de mi familia había un taller mecánico, el taller familiar de los Blasco. Lleno de varones, cada vez que pasaba por ahí enfrente recibía piropos, silbidos, que en esa época me repugnaban porque no entendía con mi cabecita de 15 años y la educación castradora de mis padres muy bien qué significaban. Yo conocía lo que decían de Sebastián Blasco, él tenía 18. Un bonito moreno corpulento y de ojos verdes. NUNCA crucé con él una palabra. El actuaba indiferente.
Esa tarde, en un pequeño recreo que tuvimos en la clase fui al baño. Cuando volví, tapándome el paso en un estrecho pasillo estaba Sebastián esperándome, con una sonrisa en la cara, y un brazo y una pierna apoyados en la pared contraria.
No entendí nada, ni entendí qué hacía ahí...me dijo, “perdoname pero no tenía dónde decirte esto, ME GUSTáS”.
Sentí náuseas, ganas de salir corriendo, de pegarle una cachetada. No hice nada de eso, solo dije: “está bien, pero no me sigas que me asusta”. El corazón me latía fuerte, muy fuerte. Volví a la clase y traté de concentrarme en los ejercicios, con dificultad. Caminé a la zapatería asustada, pensando que llevaba una mancha en el cuerpo que decía “alguien gusta de mí". Siendo justa, este sentimiento no tenía nada que ver con lo realmente había pasado (en un futuro tal vez me refiera nuevamente a esta cuestión).
Dio media vuelta y se fue, yo lo ví atravesando ese largo pasillo y salir del lugar. Trancurridos los días pude darme cuenta que ese chico había estado observándome, que había esperado el momento que yo pasara enfrente al taller para seguirme hasta el gimnasio.
Pasó el tiempo, yo me olvidé de esa situación, el taller mecánico cerró a los dos años y Sebatián se fue del barrio.
Aún recuerdo ese momento como algo violento dentro mío, una reacción rara, no con enojo sino con MIEDO.
Decidí no acercarme a nadie en la vida como él se acercó a mi y que no soportaría que NUNCA otra persona (hombre o mujer, no importa) volviese a quitarme la privacidad como él lo había hecho, de forma violenta, casi DESDE el ANONIMATO.
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