Llegué a la clase como de costumbre antes de tiempo. Esperé algo de 20 minutos a que iniciara. De a poco fueron llegando algunos compañeros, muy pocos conocidos. Sabía que en mayoría la audencia sería de Filosofía y Humanidades, es que el curso era un optativo y lo había tomado por comodidad ya que era dictado dentro del mismo Campus. También por curiosidad ya que no imaginaba (o de una forma muy superficial) de qué podría tratarse.
Apareció un señor de unos 50 años con un morral de cuero, saco y pantalones de vestir. Mediría un metro setenta, no más. Con mucho pelo en la cara, mucha barba. Moreno. Un poco desgarbado, de ojos lindos y oscuros.
Se sentó cerca mío afuera del aula a esperar el inicio de la clase. Estaba encorvado, en una postura reflexiva, con las piernas cruzadas apoyando el tronco en un codo y una mano cubriéndole la barbilla.
Me habló de algo, no recuerdo bien cuál fue el tema. De una cuestión pasamos a otra. Le llamó mucho la atención que estudiase una ingeniería y confesó que seríamos sus primeros alumnos provenientes de una carrera exacta. Era el profesor.
Disfruté cada cálida clase, aunque admito que no estuve en la Tierra en muchas de ellas. Observé sus delgadas manos, su postura, su sonrisa…y desaparecí del aula muchas veces. Nos imaginé en el sur, en alguna casa cerca de la playa. Leyendo, hablando, retozando. Pasando el tiempo.
Y fue ahí que comencé a escribir para cumplir con los ejercicios argumentativos que nos daba para resolver. En definitiva, ese caballero fue inspirador para mí. Descubrí todo un mundo, otra dimensión más bien: la de las palabras.
Terminé el curso con la segunda nota más alta y unas de las mejores de toda mi carrera. En mi lista de hombres “el profesor” fue uno más de mis amores platónicos.
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