A raíz de una charla que tuve con una prima sobre nuestra historia familiar me quedé pensando en cómo es enormemente fácil truncar una historia de amor y lo que es aún peor perjudicar a generaciones posteriores enteras. En el linaje familiar existe una potencialmente dramática y real. De mi propia cosecha tengo al menos unas 2 para contar. De la cinematografía puedo mencionar las películas “El lector” y “La elegida”.
Pero esta historia como les contaba fue la de mis abuelos. Rosa y Sergio eran dos jóvenes habitantes de Peñaflor, trabajaban en la misma fábrica de calzados del pueblo: Bata. Entre máquinas aparadoras, cortadoras y lijadoras comenzaron un romance cálido, sincero y oculto. Sergio tenía relación con otra muchacha a la que no amaba pero que había reconocido públicamente por provenir ella de una buena familia. Esta relación paralela no impidió que como fruto del amor (el único y verdadero que jamás haya reconocido Rosa) naciese Manuel, mi padre.
Rosa y Sergio siguieron viéndose acompañando el crecimiento de su retoño, durante casi dos años. Luego de este tiempo Marta (mi bisabuela) quién se oponía radicalmente a la relación despojó a Rosa del bebé y la expulsó de la vida de Sergio. El último mandato de la déspota bisabuela fue pedir que por nada del mundo intentase acercarse al niño. Este creció creyendo la versión de su padre y su abuela: que su madre lo había abandonado y no lo amaba. Sin embargo, nunca entendió del todo cómo sucedieron las cosas.
Rosa decidió angustiada y despechada, dejar Peñaflor e ir a instalarse a Talcahuano, al sur de Chile. Ahí tuvo dos parejas. De ambas nacieron varios hijos, entre ellos mi tía Rosario, madre de Rosario hija, la prima con la que tuve la conversación que les comenté al principio. Los familiares con los que mantengo relación estrecha comparten solo la estirpe materna de mi padre.
La abuela confesó a mi prima entre tazas de té y marraquetas con mantequilla que su vida en Talcahuano estuvo muy lejos de ser feliz. Crió prácticamente soltera a sus hijos y aguantó las golpizas y las infidelidades del “hombre”, como llamaba ella a su tercer pareja y único marido, el Sr. Marchant. Del primer hombre con quien vivió en Talcahuano nació Humberto, un apuesto moreno que falleció haciendo el servicio militar en un accidente automovilístico y con quien mi padre mantuvo relación por correspondencia durante algún tiempo.
Para mi papá, la vida tampoco fue fácil. Creció criado bajo los consentimientos y la aprensión excesiva de su mamá Marta. En este transcurso de su vida, sin embargo, aprendió una instintiva forma de amar, sin expresiones de afecto ni relaciones emocionales. Comenzó a trabajar como zapatero remendón a los 11 años y a los 17 ya tenía su propio negocio y trabajadores a su cargo. Tuvo muchas mujeres y él afirma que nunca las buscó pues la seducción no era un arte que dominara con destreza. Las mujeres le llovían del cielo, eran épocas de rock´n roll, chaquetas de cuero y motocicletas. Casi al final de su vida de revoloteos sentimentales, conoció a mi madre, María, una simpática morena de curvas incipientes, ojos brillantemente oscuros y sonrisa generosa.
Durante 25 años lloró el abandono de su madre biológica. Recuerdo escuchar atormentada en mi habitación a mi padre llorar angustiado sumido en borracheras nocturnas interminables.
A los 40 años mi madre pudo convencerlo de retomar contacto con su familia materna y viajar a Talcahuano a buscar a la abuela. No sé de dónde obtuvieron información sobre el domicilio de ella, pues esta era casi inexistente.
Recuerdo ese viaje como si fuera hoy. Cada momento está registrado en mi memoria con sus aromas, el clima, las personas, todas alegres por conocer a Nolito, como le decían.
Encontramos a Rosa sumida en una pobreza extrema, vivía en una oscura pieza hecha de cartones y forrada de plásticos. Estaba en cama pues había sufrido una horrible quemadura en sus piernas. Era una sonriente viejita, de pelo corto y ondulado, coqueta, delgada pero de bonita silueta que temblaba de felicidad cuando observaba a su hijo mientras lo acariciaba en la nuca. Recuerdo a mi padre recibir esas caricias sentado impávido, sin reaccionar, con su cabeza gacha y también que tomamos mucho té. Mi hermano y yo jugamos libremente horas eternas en un arenal, acompañados de Bonyita (Rosario) una niña muy bonita y amigable, de tonos mucho más claros que los míos y ojitos sonrientes. En esos momentos imagino que los “grandes” se pondrían al día de sus historias de los últimos casi 30 años.
El abuelo Sergio falleció transitando su cuarta década de vida afectado por un cáncer de estómago fulminante cerca del final de la década del 70. La bisabuela Marta falleció enferma de una diabetes mal llevada unos meses antes de mi nacimiento. Dudo que haya sido conciente del mal que provocó en las almas de Rosa y mi padre.
Él aún llora por las noches, no sabemos por qué. Pienso que pese a los esfuerzos personales de todos nosotros y de él mismo por recuperar sus vínculos familiares el daño no fue saneado nunca.
La abuela Rosa falleció hace 3 años víctima de cáncer de pulmón. En sus últimas confesiones pudo transmitirle a Rosario que recordaba con mucho amor a Sergio, con los ojos brillantes y sonrientes. Espero que hayan podido encontrarse en el Cielo y que disfruten de sus compañías.
Por aquí en la Tierra todavía ronda el alma perdida en vida de Elsa, la muchacha de buena posición con quien Sergio se casó. Su vida, sin embargo, tampoco ha sido feliz.
Pero esta historia como les contaba fue la de mis abuelos. Rosa y Sergio eran dos jóvenes habitantes de Peñaflor, trabajaban en la misma fábrica de calzados del pueblo: Bata. Entre máquinas aparadoras, cortadoras y lijadoras comenzaron un romance cálido, sincero y oculto. Sergio tenía relación con otra muchacha a la que no amaba pero que había reconocido públicamente por provenir ella de una buena familia. Esta relación paralela no impidió que como fruto del amor (el único y verdadero que jamás haya reconocido Rosa) naciese Manuel, mi padre.
Rosa y Sergio siguieron viéndose acompañando el crecimiento de su retoño, durante casi dos años. Luego de este tiempo Marta (mi bisabuela) quién se oponía radicalmente a la relación despojó a Rosa del bebé y la expulsó de la vida de Sergio. El último mandato de la déspota bisabuela fue pedir que por nada del mundo intentase acercarse al niño. Este creció creyendo la versión de su padre y su abuela: que su madre lo había abandonado y no lo amaba. Sin embargo, nunca entendió del todo cómo sucedieron las cosas.
Rosa decidió angustiada y despechada, dejar Peñaflor e ir a instalarse a Talcahuano, al sur de Chile. Ahí tuvo dos parejas. De ambas nacieron varios hijos, entre ellos mi tía Rosario, madre de Rosario hija, la prima con la que tuve la conversación que les comenté al principio. Los familiares con los que mantengo relación estrecha comparten solo la estirpe materna de mi padre.
La abuela confesó a mi prima entre tazas de té y marraquetas con mantequilla que su vida en Talcahuano estuvo muy lejos de ser feliz. Crió prácticamente soltera a sus hijos y aguantó las golpizas y las infidelidades del “hombre”, como llamaba ella a su tercer pareja y único marido, el Sr. Marchant. Del primer hombre con quien vivió en Talcahuano nació Humberto, un apuesto moreno que falleció haciendo el servicio militar en un accidente automovilístico y con quien mi padre mantuvo relación por correspondencia durante algún tiempo.
Para mi papá, la vida tampoco fue fácil. Creció criado bajo los consentimientos y la aprensión excesiva de su mamá Marta. En este transcurso de su vida, sin embargo, aprendió una instintiva forma de amar, sin expresiones de afecto ni relaciones emocionales. Comenzó a trabajar como zapatero remendón a los 11 años y a los 17 ya tenía su propio negocio y trabajadores a su cargo. Tuvo muchas mujeres y él afirma que nunca las buscó pues la seducción no era un arte que dominara con destreza. Las mujeres le llovían del cielo, eran épocas de rock´n roll, chaquetas de cuero y motocicletas. Casi al final de su vida de revoloteos sentimentales, conoció a mi madre, María, una simpática morena de curvas incipientes, ojos brillantemente oscuros y sonrisa generosa.
Durante 25 años lloró el abandono de su madre biológica. Recuerdo escuchar atormentada en mi habitación a mi padre llorar angustiado sumido en borracheras nocturnas interminables.
A los 40 años mi madre pudo convencerlo de retomar contacto con su familia materna y viajar a Talcahuano a buscar a la abuela. No sé de dónde obtuvieron información sobre el domicilio de ella, pues esta era casi inexistente.
Recuerdo ese viaje como si fuera hoy. Cada momento está registrado en mi memoria con sus aromas, el clima, las personas, todas alegres por conocer a Nolito, como le decían.
Encontramos a Rosa sumida en una pobreza extrema, vivía en una oscura pieza hecha de cartones y forrada de plásticos. Estaba en cama pues había sufrido una horrible quemadura en sus piernas. Era una sonriente viejita, de pelo corto y ondulado, coqueta, delgada pero de bonita silueta que temblaba de felicidad cuando observaba a su hijo mientras lo acariciaba en la nuca. Recuerdo a mi padre recibir esas caricias sentado impávido, sin reaccionar, con su cabeza gacha y también que tomamos mucho té. Mi hermano y yo jugamos libremente horas eternas en un arenal, acompañados de Bonyita (Rosario) una niña muy bonita y amigable, de tonos mucho más claros que los míos y ojitos sonrientes. En esos momentos imagino que los “grandes” se pondrían al día de sus historias de los últimos casi 30 años.
El abuelo Sergio falleció transitando su cuarta década de vida afectado por un cáncer de estómago fulminante cerca del final de la década del 70. La bisabuela Marta falleció enferma de una diabetes mal llevada unos meses antes de mi nacimiento. Dudo que haya sido conciente del mal que provocó en las almas de Rosa y mi padre.
Él aún llora por las noches, no sabemos por qué. Pienso que pese a los esfuerzos personales de todos nosotros y de él mismo por recuperar sus vínculos familiares el daño no fue saneado nunca.
La abuela Rosa falleció hace 3 años víctima de cáncer de pulmón. En sus últimas confesiones pudo transmitirle a Rosario que recordaba con mucho amor a Sergio, con los ojos brillantes y sonrientes. Espero que hayan podido encontrarse en el Cielo y que disfruten de sus compañías.
Por aquí en la Tierra todavía ronda el alma perdida en vida de Elsa, la muchacha de buena posición con quien Sergio se casó. Su vida, sin embargo, tampoco ha sido feliz.
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