Esta entrada es el homenaje a una amistad, de las más raras que he conocido, pero a la vez, la más conmovedora. Al menos para mí.
Es un pequeño relato sobre una relación que fué intensa y alegre en la cotidianidad del pasado y nostálgica y un poco borrosa hoy, por la distancia que mantienen sus protagonistas.
Chilenos, los dos, desarraigados, los dos también. Por allá por los 70 iniciaron una amistad de idas y vueltas, de trasnoches, de borracheras y trampas interminables, de pactos tácitos. De escucharse, de buscarse, de encontrarse, de odiarse, y hasta repudiarse. De ayudarse económicamente y de refugiarse mutuamente cuando la policia de la ciudad acosaba a los chilenos sin documentación. Ambos comenzaron pequeños emprendimientos económicos que dieron frutos rápidamente. No fué raro, trabajaban como pocos.
Sus mujeres estaban en Chile esperando que la situación aquí fuera propicia para echar raíces y establecerse. Una de ellas en Villarrica, la otra en Santiago, mi madre.
La cuasi guerra entre Argentina y Chile los acercó más todavía, como si la complicidad del exilio los hiciera menos vulnerables. Como si ver juntos los ataúdes con banderas chilenas sobre las vías del tren que atraviesan la ciudad fuese menos intimidante con un compatriota, caminando codo a codo. Siempre pienso en las repercusiones que las situaciones geo políticas generan en las relaciones personales. Pareciera que los vínculos se estrechan, cobran mayor importancia si el padecimiento es similar y se afronta en compañía.
La época dorada de estos amigos los encontró por allá por las décadas de los 80 y 90. Pescando juntos, acampando con sus mujeres y viendo sus retoños crecer. Juntándose con una constancia sacrosanta cada fin de semana a comer asaditos. Siguieron odiándose y amándose cíclicamente, pero ambos, ya eran uno, se metieron uno en los insterticios del otro, se perdonaron TODO. En las conversaciones (muchas que seguí mientras era chica) el corazón, la energía, el humor y la levedad la aportaba el tío Juan, por su lado, Manuel aportaba lo grave, el cerebro, partidas de ajedrez, ¡cuántas discusiones morales borroneadas por el efecto del alcohol tuvieron esos dos!
Juan blanqueó una familia paralela en el sur de Chile, y volvió a emigrar dejando Neuquén y a su amigo. No sé si Manuel se enojó, si sufrió de despecho. Porque no podría sacar conclusiones de cómo se sintió cuando supo que su amigo ya había hecho (y deshecho) las maletas hacía rato. Lo único que puedo decir es que lo extrañó. Porque día por medio, sumido en sus borracheras interminables (ya usé esta expresión antes) Juan estuvo con él, ayudándole a elegir un señuelo de color apropiado para sacar la mejor trucha al atardecer, remolcándole el Renault doce que se había atascado en el arenal llegando a China Muerta, levantándolo inconciente de un charco de sangre del baño de un bar de mala muerte de la Terminal. Buscando a la prostituta que lo había seguido para robarle la billetera.Visitándolo en el hospital convaleciente de una pancreatitis que casi lo mata y prometiéndole que pronto volverían a tomarse unos traguitos y volverían a sus aventuras. Juan estuvo con él, se materializó en la distancia. Yo los ví juntos.
La distancia, mantuvo latente el amor de estos amigos que no se visitaron nunca más. Por unos 15 años.
Pero un día, un chasqui imaginario llevó las novedades volando en el viento, atravesó los bosques de araucarias y llegó a Villarrica para avisarle a Juan que su amigo se desvanecía. La urgencia lo trajo volando a visitarlo. Encontró un par de ojos perdidos en la quinta parte de aquel hombre enorme y corpulento que conocía.
Los dejamos solos. Pasaron horas juntos, hasta que la noche cayó sobre Confluencia.
Es un pequeño relato sobre una relación que fué intensa y alegre en la cotidianidad del pasado y nostálgica y un poco borrosa hoy, por la distancia que mantienen sus protagonistas.
Chilenos, los dos, desarraigados, los dos también. Por allá por los 70 iniciaron una amistad de idas y vueltas, de trasnoches, de borracheras y trampas interminables, de pactos tácitos. De escucharse, de buscarse, de encontrarse, de odiarse, y hasta repudiarse. De ayudarse económicamente y de refugiarse mutuamente cuando la policia de la ciudad acosaba a los chilenos sin documentación. Ambos comenzaron pequeños emprendimientos económicos que dieron frutos rápidamente. No fué raro, trabajaban como pocos.
Sus mujeres estaban en Chile esperando que la situación aquí fuera propicia para echar raíces y establecerse. Una de ellas en Villarrica, la otra en Santiago, mi madre.
La cuasi guerra entre Argentina y Chile los acercó más todavía, como si la complicidad del exilio los hiciera menos vulnerables. Como si ver juntos los ataúdes con banderas chilenas sobre las vías del tren que atraviesan la ciudad fuese menos intimidante con un compatriota, caminando codo a codo. Siempre pienso en las repercusiones que las situaciones geo políticas generan en las relaciones personales. Pareciera que los vínculos se estrechan, cobran mayor importancia si el padecimiento es similar y se afronta en compañía.
La época dorada de estos amigos los encontró por allá por las décadas de los 80 y 90. Pescando juntos, acampando con sus mujeres y viendo sus retoños crecer. Juntándose con una constancia sacrosanta cada fin de semana a comer asaditos. Siguieron odiándose y amándose cíclicamente, pero ambos, ya eran uno, se metieron uno en los insterticios del otro, se perdonaron TODO. En las conversaciones (muchas que seguí mientras era chica) el corazón, la energía, el humor y la levedad la aportaba el tío Juan, por su lado, Manuel aportaba lo grave, el cerebro, partidas de ajedrez, ¡cuántas discusiones morales borroneadas por el efecto del alcohol tuvieron esos dos!
Juan blanqueó una familia paralela en el sur de Chile, y volvió a emigrar dejando Neuquén y a su amigo. No sé si Manuel se enojó, si sufrió de despecho. Porque no podría sacar conclusiones de cómo se sintió cuando supo que su amigo ya había hecho (y deshecho) las maletas hacía rato. Lo único que puedo decir es que lo extrañó. Porque día por medio, sumido en sus borracheras interminables (ya usé esta expresión antes) Juan estuvo con él, ayudándole a elegir un señuelo de color apropiado para sacar la mejor trucha al atardecer, remolcándole el Renault doce que se había atascado en el arenal llegando a China Muerta, levantándolo inconciente de un charco de sangre del baño de un bar de mala muerte de la Terminal. Buscando a la prostituta que lo había seguido para robarle la billetera.Visitándolo en el hospital convaleciente de una pancreatitis que casi lo mata y prometiéndole que pronto volverían a tomarse unos traguitos y volverían a sus aventuras. Juan estuvo con él, se materializó en la distancia. Yo los ví juntos.
La distancia, mantuvo latente el amor de estos amigos que no se visitaron nunca más. Por unos 15 años.
Pero un día, un chasqui imaginario llevó las novedades volando en el viento, atravesó los bosques de araucarias y llegó a Villarrica para avisarle a Juan que su amigo se desvanecía. La urgencia lo trajo volando a visitarlo. Encontró un par de ojos perdidos en la quinta parte de aquel hombre enorme y corpulento que conocía.
Los dejamos solos. Pasaron horas juntos, hasta que la noche cayó sobre Confluencia.
http://elblogdeguacolda.blogspot.com.ar/2010/03/31-anos-en-el-valle-sin-verguenza.html
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