Es el primer día de curso y ya es la quinta vez que la profesora pide que el alumno de doctorado se calle. A ella le molesta el murmullo de los alumnos, la desconcentra, lo dice con estas mismas palabras unos minutos después.
Luego una chica entra al aula con un termo bajo el brazo, ella hace una mueca y detiene la explicación hasta que la joven encuentra su silla y se sienta.
A los 10 minutos otro alumno se para con el termo debajo del brazo a buscar agua. Nuevamente la clase se detiene, la profesora hace su mueca, refunfuña algo bajito y sigue. No es necesario ser vidente para reconocer que la profesora pensaba “y a mi quién manda a venir hasta este país de bárbaros a enseñar Proteómica!”, porque además, ella quería hacer notar con sus actitudes cuán molesta estaba.
Soy argentina, vivo aquí hace mucho tiempo, y lo siento, pero estas actitudes me sacan de quicio, me dan vergüenza ajena.
Varias veces durante el curso pedí silencio yo también. Seré de otro planeta pero la transgresión constante del respeto y la falta de disciplina me ponen nerviosa, muy nerviosa.
Y lo tengo que admitir, pero Buenos Aires me molesta, no todo, por supuesto, sé que caigo en el error de la generalización. Me molesta la mugre, me molesta el taxista que te pasa por arriba si vas cruzando por la senda peatonal, el kioskero que se hace el tonto y no te contesta. Esa necesidad de sacar ventaja porque sí, ¿para qué? Los dueños de los perros del barrio fino que NO limpian el excremento que dejan en las veredas.
(Les prometo que cuando pueda englobar todo esto en un solo concepto ampliaré esta entrada, porque me encanta redondear con una sola palabra).
Por todo esto esperaba ansiosa mi regreso desde el primer día de clases. Gracias a Dios la semana transcurrió veloz. Empecé a disfrutar el retorno desde el primer minuto que subí al bus el viernes con destino a Neuquén.
Y mientras pensaba lo lindo que me iba a dormir bajo el efecto del dramamine me puse a mirar por la ventanilla. Y ví cosas BELLAS.
Ví la casa rosada por detrás apenas de un rosita pálido porque era de noche. Ví muchos edificios como los de las películas, esos que tienen solo oficinas pero mucho vidrio y se puede ver casi todo para adentro. Ví el Luna Park. Plazas.
Y gente jugando al fútbol, en canchitas improvisadas y otras privadas, incluso con su césped. Me gustó lo que ví porque pensé: esta gente podría estar en su casa mirando una novela decadente o el chisme de los resúmenes televisivos argento. O bien podrían estar en un happy hour borrachos desde las 6 de la tarde. Pero no, están haciendo deporte, divertidos, entre amigos, disfrutando de un sano y buen momento. Parece que miré muy insistentemente a uno de los jugadores porque de repente uno se paró y me tiró un beso al aire batiendo los brazos. Sonreí y empecé inmediatamente a pensar que debía escribir aquello.
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