Perturbada por la novedad intentó encender la computadora. Encontró más evidencias en esa habitación. Un juego de llaves, un CD desconocido. No pudo quedarse frente a la pantalla. Salió de ese lugar.
Olió otra vez el sweater que estaba en el sofá. No sintió nada, ni siquiera perfume de mujer. Por un momento tuvo la intención de husmear el morral desteñido y sucio que juraba haber visto en algún lado antes. No encontró a la gata, dormía en alguna habitación por ahí. Las plantas estaban bellas, tenían la tierra húmeda. Habían sido regadas recientemente.
Desarmó la valija y miró las sandalias rojas nuevas hechas por su padre, no las usó durante el viaje. Cuero, sudor, luz, calor, temblor, carne.
Fue a la cocina y abrió la heladera. Dentro había mucha comida aún envasada en las bolsas del supermercado. Jamón de muy buena calidad, panes de molde, quesos, rúcula, choclo, carnes. Los amantes habían guardado todo rápidamente. El fuego interno de la clandestinidad los sofocó en la cocina, no pudieron esperar, se aturdieron. Alcanzaron a dejar el vino tinto sobre la mesa.
Al día siguiente él cocinó el almuerzo. Ella no podía deglutir más que un té dulce pero cuando observó el menú sonrió solo con los labios. Los ojos ya se le habían perdido en otro mundo.
Ensalada fría de fideos tirabuzones con rúcula, jamón acaramelado, queso en fetas, choclo hervido y mayonesa. Probó algunos fideos, por cortesía.
Una hora después viajaba en el asiento de atrás de un taxi que la llevaba a la terminal de ómnibus. A su lado, las valijas con las sandalias rojas latiendo dentro. Asomó la cabeza por la ventanilla y así se quedó por un rato con todo el sol en la cara y años de amor en las entrañas.